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La polarización en Brasil se ha convertido en una amenaza no sólo a la democracia sino a la capacidad del país de abordar urgentes desafíos políticos, en particular la pandemia del coronavirus. Al promover, primero, una narrativa de “confinamiento versus economía” que conspiró en contra de la adopción de medidas más efectivas y, luego, al politizar la selección del productor de vacunas, la administración del presidente Jair Bolsonaro se ha convertido en un símbolo de lo destructiva que puede ser la polarización. ¿Cómo llegó Brasil a este penoso estado de cosas?

El camino de la polarización

Muchos observadores externos e internos ven a Bolsonaro como la principal causa de la extrema polarización que aflige a la política brasileña contemporánea. Sin embargo, a pesar de lo polarizador que es la figura del actual presidente, la política brasileña ya estaba muy dividida antes de que Bolsonaro adquiriera notoriedad en 2017 y ganara la presidencia en 2018. El punto de inflexión ocurrió en 2013. Durante casi veinte años antes de 2013, Brasil había disfrutado de estabilidad, caracterizada por una competencia partidista abundante y saludable, en un marco claramente democrático. Entre 1995 y 2002, el país fue gobernado por el Partido Socialdemócrata Brasileño, de centro-derecha. Posteriormente, el PT (Partido de los Trabajadores), de centro-izquierda, ejerció el poder a partir de 2003, inicialmente, bajo la dirección del destacado expresidente Luiz Inácio Lula da Silva y, luego, desde 2011 hasta 2016, bajo su sucesora, Dilma Rousseff.

El primer indicio de que había problemas en Brasil fue el estallido de protestas masivas en varias de las más importantes ciudades el año 2013, algo que no se había visto desde el retorno a la democracia en la década de los ochentas. Las manifestaciones, generadas por la irritación popular en torno a contrariedades económicas—como el aumento en el costo del transporte urbano—se acentuaron debido a la inadecuada provisión y calidad de los servicios sociales. La corrupción sistémica en la clase política—incluso, en el oficialista PT—contribuyó a aumentar la crispación política en los años posteriores. El PT logró la reelección en 2014 después de una contienda extraordinariamente acalorada y caracterizada por el uso sistemático de ataques y noticias falsas, muchas de carácter muy virulento. En ese ambiente resultó imposible volver a la normalidad después de las elecciones.

Oliver Stuenkel
Oliver Stuenkel es profesor asociado de Relaciones Internacionales en Fundação Getulio Vargas (FGV), São Paulo.

El segundo mandato de Rousseff fue muy disfuncional y estuvo eclipsado por la animadversión entre el PT y sus oponentes, algo que limitó la capacidad del gobierno de aprobar legislación en el Congreso. Rousseff, que enfrentó una importante recesión económica y revelaciones sobre la corrupción de proporciones históricas que involucraron a grandes empresas como Petrobras y Odebrecht, sufrió un juicio político en 2016. El impeachment fue un proceso traumático que generó un profundo antagonismo, lo que llevó la polarización a un punto crítico, no solo en lo respectivo a la fractura entre el PT y sus rivales, sino, además, en lo que refiere a la división entre los sectores tradicionales de la política y sus adversarios.

El débil y breve segundo mandato de Rousseff y la sucesión de su impopular vicepresidente Michel Temer—quien también fue acusado de corrupción—reforzó el escepticismo de muchos brasileños sobre la voluntad de las élites políticas de corregir los defectos cada vez más evidentes del sistema, entre ellos, la corrupción masiva, un crecimiento económico crónicamente bajo, malos servicios públicos y una crisis de seguridad pública de proporciones sin precedentes. En este panorama, en 2017 apareció Bolsonaro, un congresista de derecha con escasos logros a su haber, que se posicionó como el candidato más anti PT y antisistema, superando fácilmente al candidato presidencial del PT, Fernando Haddad, ex alcalde de São Paulo, en la segunda vuelta de las elecciones de 2018.

La profunda y destructiva polarización que vive Brasil tiene muchos culpables. Tras las elecciones de 2014, los partidos de oposición no adoptaron una retórica conciliadora; por el contrario, buscaron socavar al gobierno de Rouseff desde el principio. Quizás más importante—sin embargo—fue la renuencia del PT a reconocer numerosas y graves irregularidades durante sus trece años en el poder y su total incapacidad de pedir perdón por ellas. Esta renuencia contribuyó a forjar un entorno político dominado por elementos radicales, leales al PT y aquellos que demonizaban al partido, lo que dejó poco espacio a los moderados. La intransigencia del PT a permitir que otro partido liderase a la izquierda en las elecciones presidenciales contribuyó a envenenar el clima político. Durante la segunda vuelta, la relación entre el PT y otros partidos democráticos alcanzó tal grado de descomposición que incluso el candidato que obtuvo la tercera votación más alta en la primera vuelta, Ciro Gomes—un político de centroizquierda con propuestas similares a las del PT—se negó a apoyar al PT contra de la candidatura antidemocrática de Bolsonaro. El proceso evidenció nítidamente la ausencia casi total de actores políticos por encima de la refriega, como hubiesen podido serlo expresidentes unificadores y ampliamente respetados, en condiciones de convocar una alianza democrática contra el candidato de extrema derecha.

Como era de esperar, Bolsonaro ha gobernado de forma intensamente sectaria: un populista antisistema en pugna con la institucionalidad vigente. Esto ha provocado que muchos de sus críticos identifiquen un nuevo eje de polarización en el país, entre un emergente autoritarismo (abanderado por el presidente) y una postura democrática luchando por sobrevivir (representada por los partidos políticos tradicionales y los actores cívicos). La fisura PT-anti PT parece inactiva en la medida que el partido de Lula intenta recuperarse de numerosos descalabros electorales, y aún cuando el gobierno ha buscado, por muchos medios, mantener viva esa fractura, proyectándose como única alternativa viable a la supuesta amenaza socialista del PT.

Combustible pandémico en el fuego de polarización

Cuando la pandemia golpeó a Brasil a principios de 2020, Bolsonaro minimizó y ridiculizó la enfermedad, criticó las medidas de distanciamiento social y atacó tanto al sector médico como a China. A la par de gobernantes de similar tendencia, como los de Bielorrusia, Nicaragua y Turkmenistán, Brasil se unió al tristemente célebre grupo apodado “la alianza del avestruz”. La estrategia de Bolsonaro fue más radical que la del presidente estadounidense Donald Trump, quien, a pesar de negación y evasión, mantuvo en sus puestos a profesionales de la salud, tales como el director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, Anthony Fauci. Bolsonaro, en contraste, despidió a dos ministros de salud después de que se negaran a defender públicamente la hidroxicloroquina, un medicamento que el presidente recomendó para tratar el COVID-19 y que admitió tomar después de que él mismo se infectara con el virus.

A pesar de lo que muchos críticos esperaban, el enfoque peculiar de Bolsonaro ante la aguda emergencia nacional no fue políticamente contraproducente. Por el contrario, fue de múltiples maneras conveniente a la táctica polarizadora en la que se sustenta su estrategia de supervivencia política. Primero, al criticar a gobernadores y alcaldes por imponer medidas de distanciamiento social, Bolsonaro les endilgó la culpa por la crisis económica ocasionada por la pandemia. En segundo lugar, al establecer en la mente de muchos ciudadanos una falsa dicotomía—confinamiento versus economía—Bolsonaro se posicionó como defensor de los pobres contra una élite capaz de adaptarse, sin mayores problemas, a las restricciones, mudándose temporalmente a sus casas de vacaciones y trabajando de manera remota. En tercer lugar, la estridente retórica de Bolsonaro—que ataca a los principales políticos, a medios de comunicación, a profesionales de la salud pública y al gobierno chino—movilizó a sus seguidores alimentando su ira. Por último, la promoción activa, por parte del gobierno, de teorías de la conspiración—como aquella de acuerdo con la cual la pandemia es un plan global para imponer el comunismo, según lo adujo el ministro de Relaciones Exteriores—alejó aún más a muchos partidarios de Bolsonaro del discurso público tradicional, lo que dificultó que políticos centristas pudieran tomar posiciones intermedias de consenso.

Hasta ahora, la estrategia del presidente ha sido relativamente exitosa. En una encuesta realizada por Datafolha en diciembre de 2020, cuando el número de muertes relacionadas con el coronavirus en Brasil había llegado a 180,000, sólo el 8 por ciento de los encuestados opinaba que Bolsonaro era el principal responsable. Un notable 52 por ciento respondió que el presidente no tenía responsabilidad alguna en el asunto. Los índices de aprobación de Bolsonaro mejoraron durante la segunda mitad del año, ayudados por un programa mensual de transferencias de efectivo a los más pobres (al que inicialmente se había opuesto), para abordar la crisis económica causada por la pandemia. Mientras tanto, la polarización alcanzó niveles sin precedentes en las últimas décadas. Varios meses después de la pandemia, las tensiones políticas alcanzaron un nuevo punto de ebullición cuando Bolsonaro estuvo a punto de enviar tropas con la intención de clausurar la Corte Suprema. Solamente la recomendación de esperar, hecha por sus consejeros militares, previno que se materilizara dicha toma.

Más recientemente, Bolsonaro provocó indignación entre sus críticos cuando afirmó (falsamente) que nunca había declarado que el COVID-19 no era más que “una leve gripe”. Aunque varios observadores opinaron que Bolsonaro había perdido la cabeza o que le faltaba una estrategia clara, la afirmación constituyó otro ejemplo del esfuerzo deliberado del presidente por estirar los límites de lo políticamente aceptable y, por lo tanto, profundizar la polarización. Al igual que a otros populistas de tendencia autoritaria, mentir descaradamente le sirve a Bolsonaro como prueba de lealtad. Sus seguidores deben tomar una decisión: o están a favor o están en contra del movimiento. La lealtad absoluta implica defender al líder aun cuando el líder, obviamente, esté equivocado. Como muestra de cuánto ha sido normalizado el engaño entre el público brasileño, hubo poca reacción cuando los funcionarios electorales dijeron, en noviembre, que es “inevitable” que Bolsonaro cuestione los resultados de las elecciones de 2022 si pierde en esos comicios.

Riesgos futuros y desafíos asociados a la polarización

Aunque la democracia brasileña ya había estado en riesgo antes de la pandemia, hay pocas dudas de que la mayor polarización y la creciente desigualdad en 2020 ha hecho que las instituciones democráticas del país sean aún más vulnerables a la amenaza autoritaria que plantean Bolsonaro y sus seguidores. Además, la devastación económica provocada por la pandemia probablemente hará muy difícil superar la polarización tan profundamente arraigada, ya que el nivel de desigualdad, de por sí extremadamente alto, aumentará aún más. Si bien una mayor desigualdad socioeconómica no se traduce, necesariamente, en mayor polarización, los millones de brasileños que escaparon de la pobreza durante el auge de las materias primas en la década de 2000 y cuya posición se redujo en la década de 2010, cuando la economía de Brasil tuvo casi nulo crecimiento, han visto frustradas sus expectativas y serán mucho más vulnerables a propuestas radicales y tentaciones populistas durante la década de 2020.

Las elecciones municipales de noviembre de 2020 presentaron un panorama poco concluyente con respecto al futuro de la polarización en del país. Tanto los candidatos asociados a Bolsonaro como los representantes del PT obtuvieron malos resultados. En la mayoría de las grandes ciudades ganaron otros partidos, principalmente de centro derecha. En São Paulo y Porto Alegre, dos candidatos a alcalde del partido Socialismo y Libertad (PSOL), respectivamente, tuvieron buen desempeño, lo que sugiere que tanto Bolsonaro como el PT enfrentan competencia como abanderados de la derecha y la izquierda. Si las elecciones de 2022 se desarrollan de manera similar a las de 2018, cuando Bolsonaro se enfrentó al PT en una segunda vuelta, la polarización se exacerbaría aún más. Como en 2018, ambos candidatos argumentarían que la victoria del bando contrario representaría una amenaza mortal para el futuro de la república. Sin duda, una segunda vuelta que involucrase solo a uno de los dos partidos clave del drama político en curso en Brasil polarizaría un poco menos a la sociedad. Una segunda vuelta entre dos candidatos no vinculados ni a Bolsonaro ni al PT podría reducir notablemente la polarización.

En vista de la formidable amenaza que representa la presidencia de Bolsonaro para las instituciones democráticas, no hay duda de que la formación de una amplia alianza a favor de la democracia, que abarque a partidos de centro derecha, centro, centro izquierda e izquierda, presenta las mejores posibilidades para salvaguardar el sistema democrático. Después de todo, gobernantes autoritarios elegidos, como los de Hungría, Filipinas, Turquía y Venezuela, tienden a implementar reformas antidemocráticas más radicales después de conseguir la reelección. Bolsonaro bien podría envalentonarse con otra victoria en las urnas en 2022. Proteger a los funcionarios electorales quienes, probablemente, sufrirán presiones de parte de Bolsonaro, sería también importante.

La gestión del problema

A pesar de todo lo que ha hecho Bolsonaro para avivar las llamas de la división social y política, es fundamental recordar que el presidente debe ser entendido como un síntoma de un sistema político profundamente debilitado por la polarización extrema producida tras las protestas masivas de 2013 y los eventos que siguieron. Incluso si las nuevas fuerzas políticas logran marginar tanto a Bolsonaro como al PT, Brasil seguirá siendo vulnerable al destructivo ciclo de polarización que se ha inoculado en su política.

Tomando en cuenta la profundidad del problema, quizás sea mejor concentrarse menos en revertir la polarización que en gestionarla. La comunidad internacional puede desempeñar un papel en este esfuerzo, involucrando a Brasil en iniciativas que den como resultado el aseguramiento de procesos e instituciones democráticas a través de organismos internacionales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, Mercosur, la Organización de Estados Americanos, la Organización Mundial de la Salud y la Organización Mundial de Comercio. Si bien los populistas a menudo suelen difamar o ignorar a estas organizaciones, hacerlo tiene un costo político. En ese sentido, si bien líderes de este tipo desacatan los preceptos o compromisos instaurados por dichas organizaciones, los procesos e instituciones mencionadas dan a los actores políticos de inclinación democrática una guía acerca de cómo resistir los embates del populismo.

Al satanizar a un cúmulo de organizaciones internacionales, Bolsonaro ha tratado de generar tensiones a nivel internacional con la intención de incitar a sus seguidores más leales. En gran parte porque en años recientes Brasil fue capaz de navegar en la estela del gobierno de Trump, el consenso entre los asesores de Bolsonaro y las élites económicas de Brasil fue que el presidente podría salirse con la suya, en gran medida, a partir de esta controvertida estrategia internacional. La derrota de Trump en las urnas en noviembre de 2020 brinda una oportunidad para que los líderes centristas, tanto en América del Norte como en Europa Occidental, articulen una estrategia conjunta para enfrentar a Bolsonaro y a otros líderes populistas iliberales que medran a partir de la polarización extrema y que, a menudo, utilizan la política exterior para reforzar la división interna.

Oliver Stuenkel es profesor asociado de Relaciones Internacionales en Fundação Getulio Vargas (FGV), São Paulo.